Wednesday, September 28, 2011

EL BATEY QUE SE NEGÓ A MORIR

Ponencia presentada el 4 de octubre de 2008 en el Congreso de la Asociación de Estudios Puertorriqueños, Centro de Estudios Avanzados de Puerto Rico y el Caribe, San Juan de Puerto Rico

En la espacialidad puertorriqueña, la palabra BATEY tiene particular estimación y abuso. Se carga como ninguna otra de nostalgia y asociaciones emocionales, y bautiza una legión de lugares asociados con el recuerdo, el ocio y la solidaridad informal. Pero igualmente es un concepto cargado de historia, que como espejo refleja la evolución del concepto nacional de espacio y convivencia.

Hay que hacer varias precisiones: la palabra no es endémica de Puerto Rico - también se usa en otras Antillas hispanas - y tampoco Puerto Rico tiene el monopolio de los espacios centrípetos, aglutinantes y enfocados. Lo distintivo del batey boricua es su carga asociativa y su presencia insistente, a varias escalas y prevaleciendo la doméstica, y en varios contextos, como realidad y símbolo, como elemento de resistencia, inclusive.

Más que un elemento mensurable o visible, el batey es un patrón - sistema de relaciones entre componentes - orientado a lograr un fin específico, conforme a las definiciones de Alexander (1977). Y el patrón alterna con el símbolo de manera imprevista, poniendo tras un velo el origen de la palabra. Originalmente, según Rouse (1992) batey significaba el juego ritual del politeísmo taíno, y se extendió el nombre al lugar donde se jugaba. La palabra resistió victoriosamente la desarticulación de las manifestaciones culturales indígenas y se criollizó dentro del castellano antillano.

El nombre quedó oculto dentro de los "siglos negros" desde principios del xvi hasta principios del xix. Abbad y Lasierra (1788, reeditado 2002) lo menciona dos veces aludiendo al juego indígena, pero no vuelve a salir a la superficie como elemento consciente de lo cotidiano hasta el nacimiento de la literatura de costumbres con su primera expresión significativa: El Jíbaro de Manuel A. Alonso y Pacheco (1849) y otras obras abanderadas de esta corriente que le han seguido en el siglo y medio hasta hoy. El vocablo sale, con una acepción similar a la desarrollada posteriormente, al menos dos veces en dicho libro. En la página 127 es teatro de una pelea entre primos por una hembra que bailaba en la sala de una casa; y en la página 145 el narrador, entonces niño, comentaba que "el tayta [padre] se divertía mirándonos retozar en el batey" (énfasis de Alonso). El patrón espacial del batey como nodo del paisaje rural iba definiéndose durante todos estos años, a juzgar por la evidencia disponible mayormente escrita y las pocas imágenes de la época.

Puerto Rico, según hipótesis de arqueólogos (Alvarado Zayas, Rivera Meléndez, comunicaciones personales)- y los numerosos hallazgos de residuarios y concheros en el interior de su territorio, era un territorio surcado por una gran red de caminos hechos ante todo para cruzarse a pie. Estos se han hallado en los lugares más remotos y a menudo conquistando inclinaciones precipitadas y cimas elevadas. Muchos pasan cerca de lugares donde se hallan elementos culturales de los indígenas, o llevan hacia ellos (Stahl, s.f.) lo que hace presumir una antigüedad milenaria.

Esta red fue visiblemente apropiada por la cultura campesina que fue asentándose en el interior de la isla la cual se pobló inicialmente de forma dispersa (Abbad y Lasierra 1788, reedición 2002). Y fue en el contexto de esta espacialidad rural y boscosa, de un paisaje cultural dominado por su componente natural donde la huella humana era un precario rasguño, que el batey fue renaciendo con dos personalidades: encrucijada de caminos y punto de encuentro en la red vial, y simultáneamente como transición entre lo público y privado en el dominio doméstico del campesino. Este es de hecho el patrón primario de batey que define la espacialidad del campo puertorriqueño.

Su propósito primario era el encuentro e intercambio personal en este mundo de campesinos aislados, permitiendo la transmisión de elementos culturales, la difusión de información y bienes, y las relaciones sociales fuera de la estricta intimidad. Para esto el batey puertorriqueño, en esta acepción, se conformaba como un área abierta, normalmente desprovista de vegetación pero rodeada por elementos verticales que le dieran definición visual. Normalmente estos elementos eran viviendas o ventorrillos, elementos construídos y cuya presencia aseguraba que el batey iba a ser usado como referente al menos por los vecinos o usuarios del inmueble adyacente. Otro elemento definidor del batey era el tener acceso de camino o vereda, fuera encrucijada o acceso a la residencia.

En un ensayo anterior (Ortiz Colom 2006) este autor indica que el batey en la arquitectura domestica rural era un patio delantero abierto con funciones de transición entre lo íntimo y lo publico, algo asi como la función actual del conjunto balcón-sala en casas urbanas. Las casas y los bohíos campesinos sólo tenian espacio suficiente para dormir e intimidad, y como norma no más de dos habitaciones (Jopling 1988). Si alguna era sala, a menudo tenia la doble función de ser por la noche desahogo para dormir, y en todo caso era una sala más privada en la mayor parte de los casos. El intercambio con gente fuera de la familia se hacia en este batey, y además este espacio servía de nodo para los caminos que se adentraban en la heredad del campesino, a las talas y cultivos atendidos por el residente y su familia. Esto significaba que el batey era a la vez un punto de intercambio material y económico y no sólo un lugar de socialización.

El batey doméstico casi siempre quedaba alineado con la fachada frontal, recibiendo los escalones que ascendían hacia la casa (Mintz 1974, citado por Jopling 1988), los que a menudo, segun visto en imagenes, servian de asientos improvisados. Los visitantes podian tambien sentarse en sillas rusticas, en tures o taburetes, o en piedras o troncos.

Las casas campesinas mantuvieron su modesto tamaño durante el siglo xix cuando el auge del latifundismo agrario forzó a muchos trabajadores rurales a concentrarse en aldeas o a vivir en los "burgos" (nota 1) de los ingenios. Por las limitaciones del espacio colectivo los bateyes individuales se combinaron y convirtieron en uno o varios por poblado, manteniendo su morfología y tratamiento pero ahora como espacio colectivo. Muchos de estos bateyes compartidos en los poblados de la bajura cañera se usaban para organizar bailes y ceremonias ede tipo colectivo, y es de entendimiento general que en esos lugares surgieron manifestaciones tales como los bailes de bomba, amen de ser lugares de reunion donde se incubo la rebeldia laboral del trabajo servil esclavo o jornalero.

Hasta cierto punto siguiendo lo ocurrido en Cuba y Santo Domingo, y probablemente por influencia de dichos paises, el vocablo batey fue adoptado para los poblados y complejos de edificios relacionados directamente con los ingenios y trapiches, particularmente aquellos donde ubicaban los molinos. Sin embargo los poblados tributarios que servian de dormitorios para los trabajadores de la caña en Puerto Rico se acostumbraban denominar colonias, no bateyes como en aquellos dos paises. En este sentido, el concepto de batey en Puerto Rico mantuvo su funcion de describir un tipo de espacialidad mas personal, asociada directamente con las viviendas y a veces con los comercios locales, no empece la concesion semantica señalada previamente. El uso de la palabra batey no se extendio a las haciendas cafetaleras aunque puede haberse dado el caso (aun no escuchado) de que en algun lugar se usara dicha palabra como sinonimo de glacil o glacis, el gran espacio pavimentado en argamasa u hormigon primitivo usado para secar las semillas del cafe.

Simultaneo con el auge de la agricultura desde finales del siglo xviii se dio el crecimiento de los poblados. Salvo por San Juan, los municipios jóvenes eran esencialmente poblados de fin de semana según testimonio de 1765 del funcionario y militar irlandés al servicio de España, Alexander O'Reilly (en Tapia, 1976). El cronista añade que las casas parecen "palomares", aspecto que aun poseían casi medio siglo después según los dibujos del explorador naturalista francés Auguste Plée hechos en 1822-23 (Alegría, 1976).

En los dibujos de Plée las plazas de los pueblos no eran sino reinterpretaciones del batey - explanadas abiertas en barro, bordeadas por las escasas estructuras de las poblaciones, sin la clara definición de ejes o perímetros que se verían más tarde. Entonces la función de estos espacios era consagrada a la congregación: mercados sabatinos, misas y ceremonias en domingos y fiestas, prácticas de milicianos, y en muchos lugares lugares de estibado de productos agrícolas, llegando a ser secadero público en los municipios cafetaleros. Solo despues, con el crecimiento urbano y la prosperidad agraria, las plazas se formalizarian a lugares de asueto y sitios de espectaculo tal como mas y menos las reconocemos aun hoy.

La idea del batey, como espacio de transición y umbral entre lo personal y lo colectivo, se mantuvo insistente durante todo el siglo xix y los albores del xx. Subyace su continua recreacion en la literatura y las cronicas el hecho de haberse convertido en un lugar de intercambio y comunicacion, nodo y locus de conversaciones y transacciones en el mundo de las clases subalternas, ambientacion para amorios e intrigas.

En su extenso estudio del habitat de las clases subalternas de San Juan, Edwin Quiles (2003:126) explica una fotografía del sector de Cangrejos (Santurce): “[e]n la foto nos localizamos en el batey, patio frente a la casa, lugar de reunión, espacio doméstico y lugar de trabajo ocupado por mujeres y niños. La presencia además, de cerdos husmeando desechos, las piedras y la ceniza como restos de un posible fogón y la planta de batata, tubérculo comestible, delatan el carácter complejo del lugar. Es un espacio que además de utilitario tiene un valor simbólico como lugar de aculturación y socialización” (mi énfasis). El uso del batey como sitio de producción de necesidades domésticas y aun de cultivo de algunas plantas alimenticias o medicinales es un aspecto apenas estudiado de este patrón espacial.

El batey se mantenía, como dicho antes, en los poblados informales de la zona rural. Cuando el espacio escaseaba, las entradas compartidas a grupos de viviendas asumiría el papel de batey para las familias (a menudo ya vinculadas por sangre). Así la vida social recapturaba un centro de “gravedad”. Esto es evidente por ejemplo, en el asentamiento rural proletario de La Jagua/La Rosada, al este de Salinas (Ortiz Colom 1980). Aunque muchas de las casas presentan verjas estas son improvisadas, simbólicas y marcadoras ante todo de privacidad familiar más que desafíos al acceso por extraños. Algunas se suplementan con balcones y existe al menos un caso en el cual el ocupante movió los muebles de sala a los árboles frente a su casucha y así convirtió su batey en el lugar de estar por antonomasia de su pequeño mundo.

Cuando en 1939 Muñoz Marín, el entonces idealista y reformador, decidió divulgar su mensaje "justiciero" en un periódico, decidio denominarlo El Batey (Muñoz Marín, 1983). Bautizarlo con ese nombre fue en cierto sentido un acto revolucionario: el mensaje subyacente proponía una comunicación que se acercaba al campesino llegando a su nivel y vivencia cultural, no obligándolo a ascender a la cultura del urbanita educado o profesional. Y también significaba un intercambio igualitario y personal, no una epístola que aprender mediante absorción pasiva.

El “batey” muñocista, un universo imaginado en papel que el nuevo orden de gobierno local propaló efectivamente, coadyuvó a la rápida modernización de Puerto Rico en la post segunda guerra mundial. Y el urbanismo que se impuso mediante la vivienda en masa traída durante esa modernización fue, sin embargo, lineal, racional y sociófugo. La dimensión de la calle como ruta lineal y la fragmentación del espacio mediante la lotificación ortogonal y la zonificación funcional, privilegió a las redes viales sin mantener, como contrapeso necesario, la provisión de espacio no jerarquico y centripeto para el intercambio. Cuando este espacio se proveia en su forma, se daba a menudo en función de lugares para el consumo; fuera de mercancíias o de espectáculos.

Esta nueva espacialidad de sello estadounidense, orientada al fin crematístico del consumo de masas, más formal y reglamentada, y enfocada en privilegiar el intercambio espontaneo sólo entre núcleos pequeños de personas, no se adaptó a una sociedad acostumbrada a las familias extendidas y las relaciones tales como el compadrazgo que ensanchan los círculos íntimos aun más. Tampoco, en términos generales las comunidades hispanas, sobre todo puertorriqueñas, acostumbran mover su dinámica de intercambio hacia el interior sino que insisten en hacerla en la calle, donde puedan ser vistos desde el dominio público, como por ejemplo desde los balcones.

Las diásporas - en especial y espacial la puertorriqueña - se han rebelado contra el código dominante en las ciudades estadounidenses. Sorprende la cantidad de actividad en la acera, en los stoops o escaleras de acceso y en las esquinas o frente a los negocios. Una sociedad que valoriza los mensajes verbales y los gestos corpóreos mas que la formalidad de los escritos no puede replegarse a los estrechos confines de calles y aceras, aun las relativamente anchas de ciudades con gran peatonalidad tales como Nueva York. Las congregaciones cuasi-circulares se ven frecuentemente en las calles de sus barrios puertorriqueños, aun más que en distritos de esa ciudad habitados por otros latinoamericanos quienes mueven algunas partes de su vida familiar adentro (observaciones del autor, junio de 2006).

En algunos casos el espacio tradicional puertorriqueño ha sido recobrado con las denominadas casitas construidas clandestinamente en terrenos abandonados o parques públicos. El batey resurge frente a las mismas, como lo es evidente por ejemplo en el Rincón Criollo en Brook Avenue del Bronx, el cual continuamente se ve ocupado en todo momento y retoma su carácter de espacio de comunicación con obvia preferencia sobre el interior de la casita donde apenas se veía gente (visita personal del autor, abril de 2005).

Inclusive se ha llegado a formar el tipo de plaza puertorriqueña como la lograda en 1978 en el complejo de Villa Victoria en Boston, que aunque el espacio fue diseñado por un arquitecto anglonorteamericano, el espacio fue incorporado dentro del proyecto por la insistencia del grupo comunitario Inquilinos Boricuas en Acción (Sharratt en Hatch, 1984). Este es posible uno de los grandes logros urbanisticos de la diaspora puertorriqueña.

Entre los puertorriqueños no emigrantes, la excesiva dependencia del automóvil y las mezquinas prestaciones colectivas de muchos proyectos urbanos han parecido reducir la presencia del patrón del batey a partir de un examen superficial de los desplazamientos cotidianos. Pero, en rigor, lo que ha hecho es acomodarse otra vez, conquistando ahora las marquesinas techadas y los espacios difusos entre las columnas de soporte de residencias altas. Las marquesinas, proyectadas como albergue de automoviles como la posesion mas significativa de las familias modernas, son a menudo cerradas y los vehículos son expulsados de las mismas hacia la calle o la rampa antecedente a la misma; e igual función se ve en algunos patios frontales. Estos patios, originalmente pensados para dar aislamiento y privacidad a residencias carentes de la tradicional elevación desde la calle, también han sido convertidos por muchos en sitios de congregación con alcance hasta la misma calle.

Esta tendencia a la congregación, aunque se le llame “novelería”, “junte” u otras cosas similares, persiste dentro del flamante entorno artificial de los albores del siglo xxi. No es comúnmente reconocida en la gran mayoría de nuestra arquitectura y urbanismo contemporáneos, más orientados a seguir los modelos culturalmente hegemónicos, en gran parte europeos y norteamericanos y difundidos por el prestigio de la starchitecture de nombres reconocidos. Generalmente, en los proyectos de vivienda colectiva, los espacios abiertos son asignados rígidamente a actividades particulares – canchas deportivas, estacionamientos de desahogo, centros comunales, senderos – o si no tienen función particular, el horror vacui de los proyectistas los convierte en siembras ornamentales y “paisajismo” arbolado o florido, solo concebido para la contemplación.

Son espacios programados, regimentados, disuasivos por forma o reglamentación de la congregación espontánea, de la formación del batey moderno. Y a veces resurge en categorías de vivienda especializada, tales como égidas de personas mayores, centros de terapia prolongada, villas turísticas. Pero no se ve apropiado buscar este patrón para la vida cotidiana de personas “normales”.

Mientras, en los negocios, especialmente los consignados a pasar un buen rato como cafetines, restaurantes y sitios nocturnos, el nombre Batey sigue sonando elocuente promesa de disfrute, ocio y buenos ingestibles. Desde innumerables ventorrillos de camino hasta sitios de lujo como el Batey del Pescador, restaurante elegante de pescado que ha existido dentro del hotel Caribe Hilton, el embrujo de este nombre taíno persigue a los comerciantes ávidos de clientes satisfechos.

Pero el batey no es una forma que puede producirse, taumatúrgicamente, de la mano del arquitecto o constructor. El batey tiene ante todo que estar respaldado por relaciones sociales que se consuman en el mismo y un delicado balance de ejes visuales que le vinculen con las familias o vecinos aledaños. Un espacio que ignore estas sutilezas será un patio, será un área abierta o de congregación , pero nunca será un batey, no tendrá vida.

Isar Godreau (2002) analizó la transformación del barrio de San Antón de Ponce tras una revitalización auspiciada por el Municipio y la intervención de un arquitecto extranjero con buenos y condescendientes sentimientos hacia los vecinos, y quien quería mantener la espacialidad única del sector. Pero su propuesta fracasó estrepitosamente: al desarticularse los bateyes tradicionales en los que se dividían ciertas partes del sector, vinculado con el auge del folklore musical afro-puertorriqueño (bomba y sobre todo plena). Los patios ideados por el arquitecto como sustituto de los bateyes eliminados resultaron ser solo espacios vacíos que los vecinos veían como escaparates para exhibirlos a los turistas, no como sitios pensados en perpetuar la convivencia social de ellos y sus tradicionales costumbres.

En fin: el batey, como patrón espacial y costumbre de congregación y de uso del territorio, es algo muy imbricado en la idiosincrasia puertorriqueña. El tipo de congregación difusa, centrípeta, e igualitaria ha resistido victoriosamente las imposiciones espaciales hechas por intereses económicos o por ignorancia de los modos de comportamiento y congregación de los puertorriqueños.

El batey posee elementos constitutivos de congregación, centri(fuga/peta)lidad y polivalencia. Siendo imagen existencial y nombre constantemente apropiado, el batey no es reliquia sino una forma vigente de usar el espacio y decretar nodos de intercambio sociocultural. Es un sistema fluido, evolucionante, impredecible; surge de la interacción social, más que de un fiat estético.

Como objeto, palabra y desiderátum, es en rigor el "batey criollo" de una identidad oprimida y en resistencia, concepto y vivencia que pertinazmente se niega a morir.

(nota 1) Uso aquí el vocablo burgo en el sentido de una población pequeña y concentrada adyacente a un lugar preeminente tal como un castillo o fortificación. Estos burgos fueron la raíz de muchos pueblos y ciudades en Europa y el patrón se ha visto también en el universo colonial en Africa, América y Asia.

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FUENTES Y BIBLIOGRAFIA

Abbad y Lasierra, Iñigo (1788, reeditado 2002).. Historia Geográfica, Natural y Civil de la Isla de San Juan Bautista de Puerto Rico. Reedición con notas de José Julián Acosta y comentarios y edición de Gervasio García. Aranjuez, Doce Calles.

Alegria, Ricardo E. (1976). “Los dibujos del naturalista frances Auguste Plee, 1822-23”. Revista del Instituto de Cultura Puertorriqueña, no. 68 [julio-sept. 1975], pp. 21-40

Alexander, Christopher (1977). The Timeless Way of Building. Londres y Nueva York: Oxford University Press.

Alonso, Manuel (1849). El Gíbaro. Cuadro de costumbres de la Isla de Puerto-Rico. Barcelona, por don Juan Oliveres. Reproducción facsimilar por el Instituto de Cultura Puertorriqueña, San Juan, 1974.

Godreau, Isar P. (2002). "Changing Space, Making Race: Distance, nostalgia and the folklorization of Blackness in Puerto Rico". Identities 9(3): 281-304.

Jopling, Carol F. (1988). Puerto Rican Houses in Sociohistorical Perspective. Knoxville: University of Tennessee Press.

Mintz, S. (1974). Caribbean Transformations. Chicago, Aldine, pp. 225-250; mencionado en Jopling, 1988 (ver arriba), p.23.

Muñoz Marín, Luis (1983). La historia del Partido Popular Democrático. San Juan: Universidad Interamericana de Puerto Rico.

O'Reilly, Alexander (1765). "Memoria de D. Alexandro O'Reylly [sic] sobre la Isla de Puerto-Rico". En: Tapia y Rivera, A. (1970). Biblioteca Historica de Puerto Rico: Obras completas Vol. 3. San Juan, Instituto de Cultura Puertorriqueña, p. 628. (Edición original: Madrid, 1854.)

Ortiz Colom, Jorge (1980). La Jagua. Estudio de un arrabal rural en Salinas. Monografía inédita para el curso “Sociedad y Cultura del Arrabal” del Profesor Rafael Ramírez Vergara. San Juan (Río Piedras): Universidad de Puerto Rico, Facultad de Ciencias Sociales.

Ortiz C olom, Jorge (2006). Batey, Stoop and Veranda. Building “Thresholds”* between Realms in Dwellings and Cities: The Puerto Rican Example. Ponencia inédita, sometida al Congreso Anual del Vernacular Architecture Forum (USA). Nueva York: Vernacular Architecture Forum.

Quiles, Edwin (2002). San Juan tras su fachada. Una mirada desde sus espacios ocultos (1508-1900). San Juan: Instituto de Cultura Puertorriqueña.

Rouse, Irving (1992). The Tainos. New Haven: Yale University Press.

Sharratt, John (1984). “Emergency Tenants’ Council, Boston”, En Hatch, Richard, ed.: The Scope of Social Architecture. Nueva York: Van Nostrand Reinhold.

Stahl, Agustín (s.f.) Crónica de un viaje a las Cuevas de la Mora. Artículo suelto provisto en reproducción facsimilar por el Sr. Julio Rodr♂guez Planell.

OTRAS FUENTES

Observaciones personales del autor en viajes e inspecciones de edificios y lugares históricos y contemporáneos en Puerto Rico y Estados Unidos

Conversaciones con arqueólogos Pedro Alvarado Zayas y José Rivera Meléndez, desde 2000 en adelante

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